lunes, 6 de julio de 2009
Sorolla prohibido en Valencia
Vengo de la playa, pero de verdad, no del parque temático, de la mar. Vengo del Mediterráneo.
Será porque mi niñez sigue jugando en tu playa, y sigue durmiendo escondido tras las cañas mi primer amor, que detesto las aglomeraciones de turistas y me resulta incomprensible la bárbara costumbre de cultivar melanomas. Cada mañana, a las siete treinta, mi perra y yo nos lanzamos a tus aguas como quien descubre las fuentes del Nilo, previo paso por cierto inmundo solar para relax de los esfínteres. Por la orilla pasean los matineros, nadie tumbado, un par de barcas de pesca y varios como yo jugando con sus perros. Casi se pueden oler los bueyes tirando, se escucha el griterío de la triste herencia y un monumento con vestido blanco oceánico alegra la vista. Un estado de beatitud cuasi religiosa que se rompía al irnos justo antes que llegara la marabunta.
Durante varios días hemos perfeccionado la técnica, encontrando lugares alejados con dunas y madrigueras de conejo (no conseguimos cazar ninguno, pero las risas de perseguirlos son impagables). De cada cien personas, al menos sesenta sonreían al ver mi perra atacándome sin piedad contra las olas, saludaban con la cabeza y seguían su camino.
Todo fue bien hasta el último día, cuando empezó la avalancha que llaman operación salida. A punto de alcanzar el nirvana, con la luz esparramándose cristalina, escuché unos graznidos a mi espalda. Una mujer con cerradísimo acento andaluz, o marciano, me increpaba como al peor delincuente porque la perrita en la playa "es una guarrería". Mi cara debió ser un poema. En la Ribera Baixa y L'Horta es común que los indígenas quedemos bloqueados ante una catarata de gracejo meridional. No es una experiencia tan dura como toparse con un argentino, pero casi. La señora, motivadísima por su cruzada, amenazaba con llamar a la policía mientras sus amigas tiraban de ella para seguir camino. Cuando ya estaba organizando la operación libertad duradera con helicópteros, un par de fragatas y los marines de Apocalipsis now, conseguí articular palabra para decir que esa ley, a esas horas y en ese lugar, era una estupidez.
Al enfilar el paseo marítimo me asaltaron multitud de carteles, plásticos, dando cuenta de nuevas y creativas formas para multarnos. Cada cartel gigante se dividía en 16 cuadraditos, y en cada apartado una ocurrencia. La nueva ordenanza prohibe pasear con tu perro por la orilla, jugar a la pelota o a las paletas, reservar sitio dejando la sombrilla y la toalla en la arena, tocar la guitarra o el tambor, escuchar la radio con volumen alto, beber una cerveza, hacer el amor, el uso indebido de las duchas, miccionar o defecar dentro del agua o en la arena. Todo ello por 750 euros del ala, impuesto revolucionario que "se aplicará independientemente de la época del año en la que lo hagan". Hacer fuego ya es falta grave, entre 751 y 1.500 euros, como pescar en espigones o playas, que solo es posible de 9 de la noche a 9 de la mañana. Hasta 1.500 euros para los bañistas que se adentren en el agua con bandera roja y no se ahoguen.
La venta ambulante, los moros vendiendo costo y las chinas haciendo masajes también están prohibidas, lo que incluso sin final feliz es una pena. Lo de los novietes besándose, prohibido, y si hay señales de calentamiento global la parejita puede acabar en el cuartelillo. La plataforma Playas Familiares ha entregado 10.000 firmas para erradicar el tanga y el topless por decreto, y que nadie se cambie el bañador a la vista de los demás, para lo que piden zonas acotadas igual que tienen los nudistas. No lo dicen pero está prohibido terminantemente tumbarse con el culo en pompa, por si acaso, que el único autorizado para usar la puerta de atrás es nuestro benéfico estado del bienestar, el bienestar del Estado.
A Platero lo tienen vestido de marinerito, encadenado como burro-taxi. Prosperan en Cataluña y Navarra las granjas para hacer paté de oca, aunque supongo que los de PETA estarán ocupados condenando a Obama por asesinar sin piedad una mosca cojonera. Los salvajes de Coria siguen torturando toros, otros usan perros vivos para pescar tiburones y en el parque de casa, cada día, decenas de botellas rotas amenazan a niños, ancianos y animales. Caballos, bueyes y barcas, chavales y mujeres perfumaditas de brea, enamorados, paellas y sardinadas, todo prohibido, con orden de busca internacional para un peligroso agitador llamado Sorolla.
Entre la playa y el cielo pasean Blasco, Joaquín, Benlliure, Andreu y Carles Salvador, que han invitado a Juan Ramón Jiménez y los hermanos Machado para hacerse un arroz a banda. El tío Collóns pone el vino y Visanteta la del virgo, la mesa. Divertidos como críos por el sainete moderno, el que nació cuando se perdía el sentido común, la buena educación y llegaron los políticos. Arrean el porrón muertos de risa mientras los jóvenes Jardiel y Gómez de la Serna hacen chistes a costa de Sorolla: maestro, que le han prohibido en Valencia.
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