"Dije que una señora era absoluta, y siendo más honesta que Lucrecia, por dar fin al cuarteto, la hice puta".
Me asombran estas tramas de corrupciones, espionajes, pelotazos y monterías de los Santos Inocentes. Son tan kitsch. Mejor dicho, me asombra que se asombren, o que hagan como que. De risa. También que según el día algunos descubran la unión de poderes perpetrada por González, santificada por Guerra y ratificada por Aznar, o que a Valencia se la llame Bulgaria olvidando Pyonyang Madrid, y el cuento de las primarias con sucesivos dedazos. Cuestión de valores, dicen echándole jeta, a una historia que colea desde las autonómicas del 2003 con las que Esperanza Aguirre perdía teóricamente el gobierno de Gallardón, salvada in extremis por el Tamayazo y presentando en sociedad nombres como el de José Antonio Expósito, escolta de Tamayo y Sáez que después se haría famoso intimidando a la sobrina de Gabilondo o por intento de soborno y/o coacción, en una verdadero aquelarre de espionajes todos contra todos, concesiones del ladrillo, empresas de seguridad y adjudicaciones a medios compinches.
Publio Clodio Pulcro, millonario y gran embaucador de la palabra —lo dice Plutarco— tenía obsesión por cepillarse a la mujer de Julio César, Pompeya. Así que en la fiesta de la Bona Dea, una despedida de soltera con togas, el patricio entró en la casa de César travestido como como Bartolo y su flauta pero con lira. Lo pillaron de marrón y se comió la condena por engaño y sacrilegio. Pompeya, que no se enteraba de nada, fue reprobada por César sin culpa alguna, tan solo por la sospecha y las apariencias. Eso sin sólo de flauta, imaginen qué hubiera sido si la pobre Pompeya hubiera resultado virtuosa del instrumento.
Y si es por las apariencias, el juez debería inhibirse y el ministro callarse. Por las apariencias Aznar nunca debió montar una boda imperial a su retoño, pero lo hizo y fue el principio del fin. Poco después nos explicaban lo que entienden algunos por primarias, con descaro y chulería, como quien tiene legitimidad divina, todo un país pendiente del cuaderno azul. Ahora el obsceno desfile del bodorrio llama dos veces, como el cartero, dispuesto a deshonrar a la mujer de César.
Agag sacrificó su vocación política para dedicarse al bien de España y a la hija de su jefe. Desde entonces, llamado el Conseguidor, no hay negocio patriótico que se le escape. Metió a Ecclestone en el circuito de Valencia y la Generalitat pagó más de 80 millones de euros para hacer el circuito. El magnate declaró a todos los vientos que si no se reelegía a Camps no habría circuito. Ante tales muestras de efectividad la Generalitat premió al yernísimo con 40 millones de euros para un caprichito: montar su propia escudería de GP2 con tías buenísimas haciendo de pilotos, emulando a su padrino Flavio Briatore. La Fórmula 1, que es donde está la pasta, después. Luego Roures compra los derechos y la Generalitat vuelve a pagar un pastón por los servicios de la Sexta, y cuando tengan algo que presentar llaman al Bigotes (la empresa Vía Cultural, o sea Orange Market) que es quien monta las presentaciones de Fórmula 1, bodas imperiales u homenajes a las víctimas del 11 M. Todo legal, muy aparente. Porque las apariencias son importantes… cuando se juega con dinero de todos. Si no hay nada que ocultar, que abran ventanas y entre aire.
"El principio rector de los actos de las partes en este proceso debe ser el respeto al juez y la utilización de cualquier vía legal para defenderse, pero no presiones con declaraciones o teorías conspirativas que no hacen al caso, y que sí que producen alarma social".
Así rechazaba Federico Trillo, el 1 de febrero de 1995, la recusación a Baltasar Garzón por el PSOE en el caso GAL.
Zapatero está que le entra la risa floja. Un día de estos, si sigue aleteando con sus manitas —como dice Pérez Henares— saldrá volando cual querubín. Eso cuando no se pone en plan Neng ante el respetable, de miting, entre choni y poligonero. Razones objetivas haylas, pues con Roma ardiendo el bardo sigue cantando a la superpaz mundial yupi guay, y lo de Chávez se va a quedar en anécdota comparado con España. Si lo de las monterías de señoritos no tiene nombre, aún son más innombrables las formas caciquiles que se gastan, unos y otros, para forrarse democráticamente. ¿Hay algo más democrático que robar a todos todo el tiempo? Pues eso.
Yo no sé si en esta trama es Garzón o Aguirre la mujer del César, o el señorito cursi del hecho cinegético con su jefe Zapatero, o Aznar, Agag y la tropa de pijos que les revolotea. Acaso todos. Unos atentan a la estética y otros, como la lider ésa, pusieron la mano en el fuego y se la quemaron el consejero de Cultura, el de Interior, su vicepresidente —el viajero africano— el Albondiguilla y Benjamín Martín, al que con ojo de lince puso a presidir la Comisión de Investigación para los espías, nada que ver con Garzón.
Sinceramente me parecen todos iguales, unos chorrean más gomina que otros, todos dispuestos con su traje campero Loewe, botitas Coronel Tapioca y escopeta en mano azuzando a sus infinitos criados detrás del cornudo. Estarían perfectos en una foto cazando vecinos en Villa Pesoe: el Bigotes, Pepiño, Agag, Bermejo el cinegético, Correa, Garzón y Aguirre. O sea, yupi yupi, ¿me entiendes?
La buena de Pompeya marchó para siempre. Como la piadosa Livia de Augusto, o Lucrecia, que en cualquier serie española de vecinos y aídas sería la idiota de turno amiga del cura malo. Miren al Príncipe desterrando a su propia hija, Julia, a su nieta del mismo nombre, y la que lió con su hermana Octavia por un quítame allá esos polvos entre Antonio y Cleopatra. Hoy, de mujeres del César abundan Mesalinas, más que las gallinas. En pluma de Quevedo, dije que una señora era absoluta, y siendo más honesta que Lucrecia, por dar fin al cuarteto, la hice puta.
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