lunes, 15 de diciembre de 2008

"Para enterrar el nacionalismo", extractos.

“Para enterrar el nacionalismo”, de Enrique de Diego y publicado por Editorial Rambla, se pone a la venta esta semana:

El nacionalismo es un cadáver. Hiede. No es que sea preciso certificar el óbito del nacionalismo, porque el fatal desenlace no es de hoy, ni de ayer. Aunque nació deforme y produjo grandes desastres, el nacionalismo identitario o de ‘estado nacional’ sucumbió a mediados del siglo pasado, en las playas de Normandía. En España sobrevive destructivo, beneficiado, como veremos, por un malhadado proceso de hibernación. Ese nacionalismo obsesivo con la esencia perdida que nunca existió es un error -y grosero- en la evolución del hombre. Es, por encima de todo, un lastre; insulso y aburrido parasitismo identitario, coartada en nombre de ensoñaciones –oscuras pesadillas- para la expoliación compulsiva de las clases medias.
Las sociedades, como las personas, han de soltar, por necesidad, lastre si quieren avanzar. Dar sepultura a los muertos es obra de misericordia. Ha llegado la hora de enterrar al nacionalismo. Hemos de ser, por completo, misericordiosos. No ceder nunca. La cesión se ha experimentado de todas las formas posibles, durante tiempo prolongado, y el remedio ha sido peor que la enfermedad.
Hay que poner cortafuegos y erradicar el nacionalismo, porque el nacionalismo es el problema. Sus planteamientos son tan inconsistentes que, en su vetas extremas, precisa matar para imponerlos. Tiene la forma de los perdedores radicales de combatir las ideas: pegando un tiro en la nuca a quien las sostiene.
Por supuesto, no todos los nacionalistas son asesinos y terroristas, pero el asesinato se perpetra en nombre del nacionalismo y los terroristas se forman en sus toscos esquemas, beben de su infecunda corriente de odio. Al tiempo, todos los nacionalistas, incluidos los de los partidos burgueses, los que agrupan al electorado de las clases medias, se benefician del terrorismo. Todos, de los canarios a los gallegos, pasando por los catalanes. No hay nacionalismo bueno. Así que para erradicar el terrorismo hay que extinguir su origen, el nacionalismo; enterrarlo en el cementerio de las ideas muertas e inservibles.
Combatir el nacionalismo es una obra de misericordia cristiana, pues el nacionalismo no es cristiano, no puede serlo, pues el cristianismo predica la redención universal, frente al nacionalismo que condena a quienes no pertenecen a la tribu; y también laica, pues propende por necesidad al totalitarismo, como toda idea equivocada que rechaza ser testada por la realidad, contrastarse con ella.
Seamos, por completo, misericordiosos. No pasemos una al nacionalismo. Despreciemos su victimismo. Pongamos a cero sus inventadas deudas históricas. Y consideremos caducadas sus patentes de corso para saltarse a la torera el imperio de la Ley y su pertinaz interés -un pasito para atrás, dos para adelante- en demoler el Estado de Derecho.
El nacionalismo no puede deambular por el escenario como un zombi, no haciendo otra cosa que crear problemas. Hay que enterrarlo. Es una obra de misericordia y hemos de ser, por completo, misericordiosos. Con fortaleza. Porque la idea de que el problema está sólo en los medios -la violencia- y no en los fines -la secesión, y la consiguiente búsqueda angustiosa de una identidad perdida- es de una absoluta ingenuidad; engañifa, falacia de papanatismo democrático. No, el atolladero es un callejón sin salida también en cuanto a los fines. El problema no es constitucional, ni anticonstitucional, como si se tratara de mera cuestión legal, referida al positivismo jurídico del momento; es previo.
Hay Constitución porque hay una realidad anterior que es la nación española. Y de ahí extraen legitimidad -razón de ser- todo el andamiaje institucional, desde la Jefatura del Estado, al Gobierno, las Cámaras, el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo, las Audiencias provinciales y el Estado de Derecho en su conjunto. Jueces, fiscales y policías. Por supuesto, las Fuerzas Armadas, cuyas funciones vienen marcadas por el artículo 8 de la Constitución. Habría que licenciarles a todos, empezando por los borbones. Dejar de ingresarles el sueldo y empezar de cero.
El problema de los cadáveres ideológicos, de las ideologías muertas es que viven en continua huida hacia adelante, tratando de consumir energías de los demás. No es que haya que proclamar la muerte del nacionalismo, como si se tratara de noticia reciente, es que es preciso organizar su entierro porque su putrefacción sólo puede generar pandemias.
El Estado autonómico ha sido un fracaso en todos los frentes. También, y sin duda es el hecho más grave, en facilitar la estabilidad de la nación. Tal y como está planteado, el Estado autonómico representa la destrucción de España. La capacidad legislativa de los parlamentos autonómicos hace que, de manera natural, estos tiendan a asumir nuevas competencias hasta completarlas todas e independizar sus territorios. Bajo las ensoñaciones nacionalistas el intervencionismo crece por todas partes. Las castas partidarias ultraregionalistas han ampliado, de manera incontrolada, su poder, su intervención sobre la vida de los ciudadanos, su despilfarro de fondos públicos y la oficina de colocación de sus acólitos. Federalismos asimétricos, cosoberanías, secesiones a plazos, esconden esa realidad pedestre de la expoliación de los ciudadanos a manos de sus clases políticas.
Hay que reducir drásticamente las dimensiones del sector político en una reconversión a la que están llamados, antes de que sea demasiado tarde, los ciudadanos depredados. Parlamentos autonómicos que se reúnan un mes al año, con representantes que sólo cobren dietas.
Abandonemos el tramposo debate sobre transferencias como conflicto entre centralidad y periferia, entre clases políticas de uno y otro territorio, y propugnemos el autogobierno de los ciudadanos, transfiramos competencias a los ciudadanos, ya sean del Estado central o de la maraña burocrática de los miniestados autonómicos.
Recapìtulemos:
en el momento actual, el sentimiento que identifica al nacionalismo es extorsionar a los otros y someterlos a su dominio
el nacionalismo y el socialismo tienen la misma pauta de comportamiento: la expoliación de las clases medias; ambos propugnan un proceso de cambio de la sociedad y de la vida de los hombres hacia un objetivo turugo que, en su fatal arrogancia, afirman conocer; ambos coinciden en la mentalidad colectivista y en la reafirmación del poder del Estado
el nacionalismo procede a la expoliación en nombre de criterios salvíficos de la comunidad, de la evitación dee la decadencia racial o cultural o lingüística; funciona con la pasión coactiva del fanático religioso
el nacionalismo establece su dominio con los fondos depredados a aquéllos a quienes se somete y se quiere depurar, lo que implica un sadismo expoliador
genera demandas inexistentes, para cuya imposición no duda en utilizar la violencia contra los resistentes y discrepantes
promueve la instalación y fortalecimiento de grupos parasitarios en el mundo de la cultura, también se ha beneficiado de la exagerada cantidad de licenciados de facultades de las llamadas ciencias social, de difícil colocación, que transmiten su desasosiego a la sociedad, a cambio de la creación de nuevos pesebres ad hoc
la capacidad de gestión de los nacionalistas estriba en cuando no funcionan como tales, sino como meros tecnócratas
En la hora de la rebelión de las clases medias, el nacionalismo es un lastre.

Tampoco es cierto que los nacionalistas hayan servido, como en el caso de Convergencia i Unió, para dar estabilidad a España. No hay nacionalismo bueno, y el de CiU es malo, simplemente. Lesiona los derechos personales con imposiciones en su ámbito territorial. Cuando ha gobernado, ha impulsado políticas educativas que convierten los centros de enseñanza en campos de reeducación nazis o estalinistas, monta tanto, tanto monta, la misma ideología subyacente. Y en el ámbito nacional, han procurado deteriorar y hacer inviable la nación española. Recuérdese que Convergencia fue clave en el Estatuto de Cataluña. Que los políticos profesionales, como los del PP, hayan precisado en el pasado su apoyo para gobernar o que lo busquen o anhelen para el inmediato futuro, no debe llevar a engaño a los ciudadanos.
El nacionalismo menos malo no pasa a ser bueno, sino que sigue siendo malo. Una mayoría de españoles tiene cada vez más claras este tipo de cuestiones y considera necesario plantar cara al nacionalismo, vivir la obra de misericordia de enterrar su hediondo cadáver ideológico. Cada vez más españoles lamentan que la historia de la transición inacabada esté marcada por la cesión y que el imperio de la Ley haya sido, en lo tocante a los nacionalistas, un pálido reflejo de lo que debe ser.
Por ejemplo, en el artículo 1 de la Ley de Banderas se establece que "la bandera de España deberá ondear en el exterior y ocupar el lugar preferente en el interior de todos los edificios y establecimientos de la Administración central, institucional, autonómica, provincial o insular y municipal del Estado". El artículo 4 indica que "en las Comunidades Autónomas, cuyos Estatutos reconozcan una bandera propia, ésta se utilizará junto con la española en todos los edificios políticos civiles del ámbito territorial de aquélla". Y el artículo 6 concreta que "cuando se utilice la bandera de España ocupará siempre lugar destacado, visible y de honor". Más claro, agua. Pues en Vascongadas se llevan treinta años sin cumplir tal obligación, recordada por sentencia del Tribunal Supremo. Y lo que es más grave sin que el Gobierno de España obligue a que se cumpla la normativa -y la firme sentencia judicial-, poniendo en marcha el mecanismo constitucional previsto en el artículo 155.
Los nacionalistas dicen que sobre los sentimientos no se legisla. Pero la Ley de Banderas no hace referencia a sentimientos, sino a un criterio racional bien claro: la legitimidad de todas las instituciones se extrae de la nación preexistente y su símbolo -la bandera- ha de ocupar, con el mayor respeto, lugar destacado, visible y de honor. Los nacionalistas hablan mucho de sentimientos pero para herir de continuo los de los demás, que también los tenemos.
Los españoles tenemos razones -históricas y jurídicas- pero también sentimientos muy firmes y arraigados, de los que no vamos a claudicar, aunque el Gobierno de la nación se muestre medroso para hacer cumplir la Ley.
La falta de respeto a la bandera nacional es un hecho muy grave, ante el que no se puede mirar hacia otra parte, porque representa la quiebra del Estado en cuanto es incapaz de defender el ordenamiento legal y los símbolos de su existencia. Es como, si de partida, estuviera dispuesto a claudicar y desaparecer. Y lo llamativo es que ese es el clima en el que nos llevamos desenvolviendo -y deteriorando- durante tres décadas. Cunde el ejemplo, y ese tipo de desafíos a la unidad nacional se perpetran en la Galicia gobernada por un socialista, en ayuntamientos de Cataluña y en instituciones de la propia Generalitat, en las que, en ocasiones, la forma de colocar la bandera nacional es más bien una ridiculización de lo que representa. Incluso en sedes judiciales del País Vasco la bandera nacional no ondea, con idéntica agresión a la sostenida en Ajuria Enea -la sede del gobierno autónomo vasco- o en la Academia de Arkaute, de la policía autónoma vasca.
El deterioro del imperio de la Ley nunca es el camino, nunca resuelve nada, sólo sirve para envalentonar a los nacionalistas y empeorar las cosas. La democracia española lleva treinta años poniendo en entredicho su legislación ante los desafíos nacionalistas. En las contadas ocasiones en las que no ha seguido esa senda suicida los resultados han sido altamente favorables. A la vista de lo que hacen los nacionalistas, y como se hace la vista gorda, los patriotas españoles bien podían haber seguido tan pésimos ejemplo y saltarse las leyes a la torera, o hacer un código civil o una penal a la medida de sus sentimientos, pero han dado una muestra de tenacidad y sensatez muy por encima de su clase política.

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