«Con 14 meses ya me habían reconocido y llevado a la India. Me vistieron con un gorro amarillo, me sentaron en un trono, la gente me veneraba... Me sacaron de mi familia y me metieron en una situación medieval en la que he sufrido muchísimo. Era como vivir en una mentira».
* Con 14 meses el lama Zopa lo identificó como la reencarnación del lama Yeshe
* El Dalai Lama ratificó que era "la reencarnación de Yeshe" en mayo de 1986
* Desde los seis años y hasta los 18 vivió sometido a la disciplina monacal, único niño entre 2.500 monjes del monasterio, todos varones, venerado como un semi-dios y esclavo del fanatismo que esclaviza, a su vez, al pueblo llano.
* Cuando tenía ocho años Osel envió una cinta a su madre desde el monasterio: "Mamá, ven y sácame".
* A los 13, María Torres, su madre (budista desde los años setenta), se quejaba de la rigidez de su educación y de que prácticamente no le había visto en tres años.
* A los 18 huyó del monasterio y ahora, desengañado y agnóstico, estudia cine en Madrid
Hasta la ocupación china de 1959, el Tíbet era una teocracia al estilo de Irán, absolutamente aislado del mundo (como Corea del Norte) conservando intacto su sistema feudal y teocrático. El Dalai Lama era la autoridad máxima por la gracia de Dios, cabeza política y religiosa del país, que legitima docenas de señoríos regidos por su nobleza, los lamas, que además de abates en los poderosos monasterios eran dueños de las tierras y sus siervos. El maoísmo chino acabó con el sistema feudal y los lamas tuvieron que el exiliarse.
En los años setenta se extendieron todo tipo de gurús y sectas orientalistas, creando una complicidad entre la contracultura, la New Age y el budismo tibetano, cambiando la visión occidental de aquella teocracia. Distintos lamas y gurús de todo tipo aprovecharon aquella corriente de simpatía, y es en ese momento que el lama Yeshe se convierte en un personaje clave para la "nueva imagen" del budismo. Yeshe, apóstol del budismo en Occidente, abrió multitud de centros budistas, y llegó a España. Aquí, en Ibiza, los futuros padres de Osel, Francisco y María, conocieron a Yeshe en los años 70.
DEL TÍBET A MADRID
EL MUNDO ANA MARÍA ORTIZ
Tiene 24 años y en nada se parece al niño granadino que sorprendió a España al ser identificado como la reencarnación de un lama. Fue recluido en un monasterio tibetano con 6 años y sólo pudo salir de allí a los 18. «Crónica» lo localiza en Madrid, donde lleva cinco años viviendo en el más absoluto anonimato. Ahora cuenta en exclusiva su relato más sincero, lleno de llantos, de privaciones y de dudas
El objeto que trae en el bolsillo derecho del pantalón -unas bermudas con estampado de camuflaje, muy hippies- es la mejor metáfora del momento vital en el que se encuentra. Osel Hita Torres lo fabricó con sus propias manos hace cinco años, muy poco después de huir del Monasterio de Sera -cuna del budismo, ubicado en el sur de la India, uno de los refugios del exilio tibetano-, y de renunciar al nombre de Lama Tenzin Osel Rimpoché.
La identidad le fue dada en 1986 cuando, siendo él aún un mocoso y después de una exhaustiva búsqueda por todo el mundo, el propio Dalai Lama lo señaló como la reencarnación del venerable Lama Yeshe. Aún no andaba cuando lo sacaron de su Bubión natal, en Granada, para que iniciara su inmersión en el budismo peregrinando por los centros de Europa y América. Con seis años fue entronizado y enclaustrado en Sera, donde ha sido adorado como una divinidad y educado en la disciplina monacal más férrea. «Con 14 meses ya me habían reconocido y llevado a la India. Me vistieron con un gorro amarillo, me sentaron en un trono, la gente me veneraba... Me sacaron de mi familia y me metieron en una situación medieval en la que he sufrido muchísimo. Era como vivir en una mentira», dice mientras juguetea con una hebra de hilo desprendida de su camiseta.
A los 18 años dijo basta, se quitó la túnica granate y azafrán y cruzó los muros del monasterio para perderse por el mundo, desapareciendo así de la escena pública. Hasta hoy.
El objeto que saca del bolsillo es una figura con forma de corazón que hace las veces de llavero. Su primera artesanía en cuero -explica-, tres capas de piel curtida, las puntadas con nudos internos para que, si una se rompe, no se desbarate la pieza, tres días de trabajo... Un trabajo muy puntilloso para enmarcar la esfera central, que no es sino una brújula. La aguja le marca claramente los puntos cardinales, pero Osel dice sentirse desnortado. El amuleto, que siempre lleva consigo, le recuerda que aún busca su rumbo. «La infancia es el periodo más importante de la vida porque es cuando se forma la persona, y la mía fue frustrante y llena de sufrimiento. Mi crecimiento se frenó y hay muchos aspectos en los que aún tengo que madurar: convivencia, sociabilidad, conocerme mejor y saber quién soy... Muchas veces me sorprendo a mí mismo con reacciones en las que no me reconozco, sobre todo en las relaciones, que es donde realmente vemos nuestros colores». [Se refiere a las relaciones con las chicas. Hasta los 18 años, sólo convivió con los 5.000 monjes del monasterio, todos varones. Ahora tiene pareja].
Ha fijado la entrevista en la céntrica Plaza de España, a las 12.30 de la mañana del miércoles. Se acerca puntual un joven de 24 años, estéticamente también rebelado contra su vida anterior. En lugar del rasurado, luce melena larga, perilla y patillas pobladas, una camiseta desgastada y un par de zapatillas negras agujereadas, con más kilómetros de los que ha podido aguantar la tela.
Osel Hita lleva cinco años viviendo en Madrid, refugiado en una ciudad que le ha sido muy propicia para mantener el anonimato, circunstancia que trata de preservar con especial ahínco. Mientras los medios de comunicación informaban erróneamente de que el llamado «niño lama español» estudiaba cine en Canadá, él volvía a casa con la silueta de una porra policial marcada en el costado tras participar en una manifestación contra la Guerra de Irak en la Puerta del Sol. O hacía de discreto traductor en la conferencia de un maestro tibetano al que le había fallado el intérprete a última hora. Puede, incluso, que usted lo haya obsequiado con alguna moneda creyéndole un artista callejero más.
El empeño por mantenerse alejado de los focos obedece a cierto recelo hacia los medios, de quienes considera que no siempre le hemos trazado un retrato justo; a que necesita silencio para encontrar la identidad perdida; y al convencimiento de que la gente altera su comportamiento cuando descubre su supuesta divinidad. Sólo accede a la entrevista tras mucha insistencia y con el compromiso de que no se darán datos que lo identifiquen. Tampoco se le tomarán fotografías. No quiere que lo reconozcan por la calle. «Cuando la gente se entera de mi pasado es como si ya no me vieran humano», dice.
Ocurrió en 2005, cuando ingresó en el colegio mayor San Juan Evangelista, en Madrid. Los 600 alumnos del centro esperaban su llegada con morbosa curiosidad. «Un compañero insistió en que subiera a la sala de televisión a ver una serie. Había 40 o 50 personas hablando y, de repente, se hizo el silencio. Todo el mundo me miraba. Me sentí como el borreguito de Norit en un zoológico. "Tú eres el niño lama, ¿no,?". Me di cuenta de que me estaban exhibiendo». En los dos años que pasó allí, salió poco de su cuarto.
Sí es cierto que Osel Hita se ha formado en la carrera cinematográfica, pero no en la lejana Canadá, sino en el NIC -Instituto de Estudios de cine- madrileño. Estudió dos años de Dirección de Cine y completó la diplomatura con un tercer curso de Dirección de Fotografía.
Durante el tiempo que Richard Gere pasó en Sera, asistiendo a las enseñanzas del Dalai Lama, fue alojado en la cabaña vecina a la de Osel. Éste se encontraba todas las mañanas al actor -«un tío fenomenal, muy majo», dice-, pero nunca pudo comentarle sus dotes interpretativas porque no había visto sus películas. La tele está prohibida en Sera. En las pocas ocasiones que el pequeño lama tenía oportunidad de contemplar aquel ingenio -cuando salía del hotel o en alguna proyección especialmente seleccionada por sus maestros-, pasmaba. Desde entonces tiene inoculada la fascinación por el cine.
EL CHICO DE ORO
La primera película que los monjes le mostraron tenía mucho que ver con su mundo. Titulada El chico de oro, está protagonizada por un niño budista que ha sido raptado porque posee poderes mágicos y a quien Eddie Murphy trata de salvar. «Yo no me sentía como aquel chico», dice sentado en el granito de uno de los monumentos de la plaza, al que se ha encaramado de un salto. «En realidad nunca me sentí parte de aquello».
De Osel Hita el budismo espera que continúe el camino emprendido por el Lama Thubten Yeshe. A éste se le recuerda como un hombre cordial, cercano, risueño, tolerante y buen comunicador. Fue uno de los primeros maestros que salió de la India para divulgar las enseñanzas budistas en Occidente. Osel aún no se gestaba en el vientre de María Torres -budista, como el padre de Osel, Paco Hita- cuando el Lama Yeshe falleció, de un ataque al corazón, a los 49 años, en Los Ángeles, en marzo de 1984.
El discípulo del fallecido, el lama Zopa, anduvo más de un año buscando su reencarnación hasta que varias visiones oníricas lo condujeron a la cuna de Osel, nacido el 12 de febrero de 1985. El bebé viajó entonces en brazos de sus padres hasta Dharamsala, en el Himalaya indio, donde el Dalai Lama, en mayo de 1986, lo eligió entre otros nueve niños aspirantes. Toda su familia se trasladó con él a Nepal hasta que en 1988 fueron «amablemente invitados» a abandonar el país. Tres años después, cuando Osel tenía 6, fue entronizado y recluido en Sera.
Osel Hita está llamado a tomar las riendas como director espiritual de la Fundación para Preservar la Tradición Mahayana (FPMT), una organización internacional no lucrativa, fundada por el Lama Yeshe, que hoy cuenta con 130 centros e instituciones en 30 países. «Soy el heredero de la multinacional oficial», dice Osel, cuya manutención sigue corriendo a cargo de la FPMT.
Su misión comprendería también continuar la labor de divulgación en Occidente iniciada por su predecesor. Un enorme conflicto para él que ni siquiera se considera la reencarnación del lama Yeshe.
«Nunca me voy a sentir preparado para adoctrinar a nadie. No puedo pasar mis ideologías porque yo mismo las estoy cambiando constantemente. No puedes decirle a nadie "esta es la verdad, cógela" porque nunca será su verdad sino la tuya. Cada uno debe buscarse dentro porque cuanto más busques fuera más te alejas de tu ser. Lo importante es nuestro interior, un universo mucho más grande que el que hay afuera», dice, impregnando su discurso de un sedimento filosófico labrado durante las largas jornadas de sesudo estudio de la materia -16 horas, seis días a la semana-, la piedra angular del budismo.
«Lo importante para mí ahora es hacer algo en lo que me sienta útil, encontrar una dirección en la que poner mi energía».
De momento parece haber encontrado esa orientación que tanto reclama mirando el mundo tras la lente de una cámara. Se siente más cómodo en el terreno documental, disciplina en la que admira sobre todo a quienes abordan problemáticas sociales o ponen rostro a los excluidos. Menciona a los directores Michael Moore, Javier Corcuera o Kean Loach y los títulos El último vals de Bashir o la trilogía Powaqqats («Vida en transformación» en idioma hopi), Koyaanisqatsi («Vida fuera de equilibrio») y Naqoyqatsi («La vida como guerra»), del experimentalista estadounidense Godfrey Reggio, como sus referentes.
Está a punto de finalizar un máster especializado en el género en Documental. Las próximas semanas las dedicará a montar el material que ha recopilado durante el curso junto a sus tres compañeros de equipo de trabajo. Una de las cintas ha sido grabada en la localidad abulense de Martiherrero. «La intención era que la gente de allí se sintiera como el pueblo palestino. A las puertas de la Iglesia, tras la misa, montamos una barrera humana formada por gente vestida de militares, con perros y todo, que les impedía el paso, y grabamos sus reacciones. Se verá también un pan con forma de Palestina que cada año va perdiendo una porción, que es lo que se ha comido Israel, hasta que sólo queda Gaza y Cisjordania cruzadas por una bala», explica evidenciando su posicionamiento respecto al conflicto.
Antes de acudir a la entrevista, Osel ha estado comprando unas cuerdas para la guitarra. Lleva cinco años practicando con el instrumento sin gran destreza por mucho que escuche y reescuche a su adorado Jimi Hendrix, cuyas letras cita con frecuencia: «Cuando el poder del amor supere el amor al poder el mundo conocerá la paz».
No es que sus manos no sean lo suficientemente hábiles, más bien achaca la impericia a su oído, muy zote porque ha crecido sin música. En el monasterio también estaba totalmente prohibida. «Y el fútbol, el teléfono, el ordenador, los videojuegos, cantar, tener instrumentos, la tele, las mujeres...», enumera Osel la lista interminable de restricciones. «Cada vez hay más reglas».
Por ser un reencarnado, tenía menos libertad de movimientos que la mayoría. Le asignaron lo que él denomina un manager, una suerte de asistente encargado de las cuentas de su casa. «Sólo se me permitía relacionarme con otros reencarnados y sólo podía visitarlos una vez a la semana, siempre acompañado».
DISCIPLINA MEDIEVAL
Osel enseguida se reveló contra esa disciplina que califica de «medieval» y que contempla el castigo físico como método correctivo. «Era muy rebelde, siempre lo he sido. La única forma de controlarme era a base de palos. Hacía muchas gamberradas. Me negaba a hacer lo que tenía que hacer y hacía lo que no estaba permitido», cuenta desviando la mirada hacia la punta de sus zapatillas. Sus iris son verdes, una rareza en el Tíbet, y la explicación de que los otros niños lo llamaran «ojos blancos» cuando querían burlarse de él. «Psicológicamente, todo me ha afectado muchísimo. Aún tengo rabia dentro y, a veces, cuando sale, hace que descontrole o me deprima».
Desde que tiene memoria, se recuerda pidiendo que le permitieran salir de allí. «Pero no me dejaban decidir». Cuando tenía 8 años, gracias a la ayuda de un monje español, logró grabar un mensaje en un casete y hacérselo llegar a su madre. «Prácticamente lloraba. Le pedía que me sacara de allí porque no era feliz. Ella tardó segundos en hacer las maletas e ir a mi encuentro». María se lo llevó de Sera, pero el vuelo de su retoño -Osel es el quinto de nueve hermanos- duró poco. La responsabilidad de contener la esencia de Yeshe pesó y se dispuso que regresara.
Con 17 años, a punto de cumplir 18, decidió tomar el control de su vida. Acudió a su maestro, el lama Zopa, el hombre que reconoció en él la reencarnación de Yeshe, y le expuso sus intenciones. «Le dije que quería marcharme y me hicieron prometer que volvería. "Dentro de 10 años", dije yo en mis pensamientos. Y así lo haré. Quiero volver porque necesito enfrentarme a mi pasado y aceptarlo. Es absolutamente necesario para mí regresar allí algún día. Aún me quedan cuatro años, pero pienso cumplir mi promesa».
-Osel, ¿eres budista?
-No, soy agnóstico científico espiritual. Creo en la consciencia y en las vidas pasadas y futuras. Para mí la vida no termina cuando se muere porque si no, no tendría sentido. El cerebro no puede ser lo único que nos mantiene vivos. Aparte está el alma, la consciencia o el ser, que es algo más eterno.
Salir de Sera fue para Osel un vertiginoso salto hacia un mundo de novedades desconcertantes e inabarcables. Todo era nuevo. Nunca había visto besarse a nadie, por ejemplo. «Lo que más me sorprendió es que la gente se besara en la calle. Allí era un tabú», dice. Nunca había pisado una discoteca. «Me fui a Pachá [en Madrid], me pedí una cola y aluciné al ver bailar. ¿Qué hace toda esta gente, botando, pegados unos a otros, asfixiados y encerrados en esta caja llena de humo? ¿Esto es música? Suena a ruido. Me duelen los oídos. Quiero irme. Me pareció lo más raro del mundo».
Ahora disfruta moviéndose de la mano de un buen tema de reagge, de trance o de drum & bass. Y toca la guitarra, la batería, las congas y el djembe. Otro reencarnado al que conoció en Sera y que, como él, ha decidido renunciar a su condición de lama, ha montado un grupo de rap y lo ha invitado a que le toque la batería en algún tema. No son raros los lamas que reniegan del budismo. Osel conoce a un puñado de elegidos que también han acabado con la brújula en el bolsillo, buscando su rumbo fuera de los muros de Sera.
El primer destino que eligió Osel cuando tuvo libertad de movimientos fue Canadá, donde pasó todo 2004. De su estancia le quedan un título equivalente al Bachillerato y varias cicatrices en la mano izquierda, 34 puntos de sutura, heridas forjadas en el campo de rugby. Le siguieron seis meses en Suiza, donde estudió Filosofía, Derechos Humanos, Francés y Arte.
Cumplió los 20 en el carnaval de Venecia. En las fotos se le ve con una bolsa de plástico y un palo, objetos con los que fabricaba un hatillo para trasladar sus pertenencias. Era cuanto tenía. Le habían robado la mochila y el dinero. Dormía en la calle. Se lavaba los dientes en un McDonalds. Conoció a un artista callejero -«Alexis, un compadre canario que había pateado Europa»- y se unió a su show tocando los tambores. El pollo asado que tomaban en un parque, gracias a las monedas de los turistas, sabía a gloria.
Luego recaló en Bolonia y llamó a de un cámara que había conocido en la India. Éste le dio comida y cobijo y él le correspondió siendo, gratis, su ayudante de cámara. Un día cubría un partido de baloncesto y al siguiente grababa el anuncio de una cafetera. Allí le picó el gusanillo por el cine, así que, cuando regresó a España y su madre le dijo «Osel, no puedes estar sin hacer nada, ¿a qué te vas a dedicar?, tuvo claro qué responder: «Estudiaré cine».
-Osel, ¿y rodarías una película de tu vida?
-No, mi vida es demasiado complicada para hacer una película. Me han propuesto hacer una biografía pero no podría ver la luz hasta que muriera porque habría gente que se escandalizaría. Soy una persona radical, abierta, que no le da importancia a lo que piensa la gente y que hace lo que le apetece.
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